jueves, 4 de septiembre de 2014

FINAL DE JUEGOS

FINAL DE JUEGOS

  Seguramente, otros niños tuvieron otros héroes infantiles. A saber por qué, en mi caso, Ana FranK y Alexis Romanov desplazaron a los hijos del capitán Grant y a Jim Hauwkins, el chico de la isla del tesosoro. 
En la evocación final incluyo una foto de la fachada de la "carcel de ebrios" de Segovia, que tanto me gustaba cuando era niño por su aspecto de palacio misterioso. Su incomprensible derribo reciente me hizo recordar el momento en que perdí el patio donde pasaba las horas muertas en mi infancia.

 ÚLTIMAS PALABRAS DE ANA FRANK

Cuando se fijan tanto en mí, primero me pongo arisca, luego triste y, al final, doy la vuelta al corazón, dejando hacia fuera el lado malo y el bueno hacia adentro, para intentar ser como me gustaría ser de verdad, si no hubiera otra gente en el mundo.


            (Diario de Ana Frank, escrito durante el horrible encierro de una trastienda donde, a pesar de todo, quizá fue feliz durante los últimos meses de su vida, previos a su captura y exterminio en un campo de concentración nazi. La escultura de la fotografía está en Utrech.)

  Suaves nubes, cielos escondidos,
Todo gira ahora en torno a mí;
Líneas en la mano, y un destino
De anillos de nácar y marfil.
Y se abre la puerta en el vacío:
La muerte que grita en el pasillo,
Profanados los viejos altares,
Violados todos los edificios…

  Llega un pistolero de ojos claros,
Firme la mirada, gesto altivo.
Dice: “Señorita, ven conmigo,
Princesa huida del castillo”.
Y una mano blanca escribe a oscuras
Páginas de un libro sin epílogo.
Brilla, solitaria, una columna,
Yo quiero quebrarla con las uñas.

  Una antorcha brilla en un saliente
De la cueva en que ruge el dragón
(Y una niña no puede entenderle)
“Imperio y patria, raza y nación…”

Una puerta cerraba el infierno,
Y quedó, hecha añicos, en el suelo.

No pretendo vivir para siempre.
Sólo quiero llegar con vida hasta la muerte.



ALEXIS ROMANOV DESCANSA EN EKATERINBURG


    Alexis, hemofílico, hijo del poderoso zar Nicolás y previsible heredero del trono de la gran Rusia, iba a cumplir catorce años el 12 de agosto, pero un balazo adelantó su futuro incerto el 17 de julio de 1918. Había sido desheredado poco antes por su padre, su enfermedad no le concedía una esperanza de más de seis años de vida. Ante el avance de la revolución, su familia se había refugiado en Ekaterinburg, donde fueron capturados y ejecutados por un grupo de bolcheviques. Temían que el ejército blanco pudira liberarlos... Al niño tuvieron que sacarlo de la cama, donde convalecía de una herida en la rodilla.


Cuando la bala emprende su camino
no sabe distinguir si, frente a ella,
hay tan sólo unos ojos diminutos,
un niño asustado que desconoce
todo, que no puede entender qué ocurre,
que cambió su caballito de madera
por el bélico relinchar brioso
de la historia.
 Ya no habrá más juguetes,
y no le cantarán las nuevas nanas,
ni le atormentará la oscuridad,
ni esculpirá con nieve de Moscú
ningún fugaz muñeco blanquecino.
  Quedará solamente una descarga,
una colectiva detonación,
un charquito bermellón serpentino.
  La bala no sabe lo que sospechan
esos dedos temblorosos del gatillo:
que un niño vivo no sólo es un niño,
pero que después de abatir el símbolo
sólo queda, tendido, un niño muerto,
eternamente niño, y ya cansado
de mirar un vacío en el futuro.
  ¿Y qué más da si no se hacen las pompas
y si ya no podrá ocupar su hueco
en un impresionante mausoleo?
Perderá la luna, que cada noche
vigila el sueño de todos los niños,
perderá las nevadas de invierno
y el ansioso succionar vasos de agua
después de haber jugado largamente.

  ¿No habrá, como en Blancanieves,
un hombre capaz de hurtar a la historia
el infanticidio? ¿Acaso existen
en los fríos desiertos de Siberia
los siete hospitalarios enanitos?
  Era mentira; murió Blancanieves
y alguien inventó su piadosa fábula.

  Ha llegado la hora del disparo,
                   el tiempo nos dejará un simple niño,
                                                    un niño muerto hundido en la memoria
                               de un resquicio de nieve enrojecido.




EVOCACIÓN



A la derecha, según se salía,
había un patio lleno de hierbajos,
gatos y árboles enfermos, recinto
mágico, yo podía ser Emilio
Salgari, y otras veces yo era Julio
Verne, cualquier niño hubiera podido
crear cualquier cosa, para creerse
cualquier cosa en esos metros cuadrados
que, entonces, nos parecían hectáreas
salvajes, donde se mezclaban selvas
de Tarzán con cabañas canadienses.

  Un día vinieron excavadoras,
mastodontes de metal invencibles
tiraron los árboles, cimentaron
y alzaron otro bloque de seis pisos
adosado al nuestro, admitiré
que fue involuntario aquel homicidio,
ellos no podían saber que en mí
hacían expirar por siempre al niño.